Alojamos en nuestra cultura católica un especialísimo día dedicado a todos los difuntos, una conmemoración de los muertos, de las vidas que nos precedieron desde tiempos inmemoriales. Dada la naturaleza de esta celebración, se trata de una fecha en la que no podemos evitar acudir al recuerdo de aquéllos con los que compartimos con honda fraternidad algún tramo de nuestra vida.
Cercano ya ese día, el dos de noviembre, nos adelantamos a la lumbre de las lamparillas y a los camposantos floridos con un grave poema que alude a la siempre cercana compañía de la muerte.
Recuerde el alma dormida,
abive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo despues de acordado
da dolor,
cómo a nuestro parescer
cualquier tiempo pasado
fue mejor.
Y pues vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vió,
porque todo ha de pasar
por tal manera.
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí, los ríos caudales,
allí, los otros medianos,
y más chicos;
allegados, son iguales,
los que biven por sus manos
y los ricos.
Jorge Manrique.
Coplas a la muerte de su padre.
Carpe Diem quam minimum credula postero memento mori
(Vive el momento, no te fíes del mañana, recuerda que morirás).
Sergio.